martes, 30 de diciembre de 2014

Winter Break Part II: Savannah, GA. (+147)

 ¡Hola! Ya os había comentado en mi anterior entrada que como el cuñado de mi host mother se puso enfermo, tuvimos que cancelar el viaje a Ohio. Bueno, pues al final fuimos a Savannah, Georgia. Fue una idea que parecía una locura, de verdad, pero por la noche Lee ya tenía todo planeado, las habitaciones reservadas y hasta elegidos los restaurante donde íbamos a comer. 


 Así pues, después de una noche sin apenas pegar ojo- o bien por la emoción, o bien porque llevaba durmiendo más de la mitad del día durante todo el break-, nos levantamos el sábado a la mañana temprano, metimos todo en el coche y cuando Tiffany llegó fuimos a buscar a Emma. Después de recogerla, paramos en Chick-fil-a, lo que marcó el inicio de un día que tenía que ser bueno a narices. 






 Después de 4 horas y pico de viaje, por fin llegamos a casa de Frank, un amigo de Lee de toda la vida, y de su pareja Billy. Sinceramente, son dos cielos. A mí me calaron hondo cuando me confesaron que después de haberme conocido quieren coger a un estudiante de intercambio.
 Solo decir que más que una casa, parece un museo. Fue construida en 1890, y ellos aún conservan casi todos los muebles y la estructura original. También fuimos a comer con ellos al segundo restaurante más antiguo de la ciudad.





Los bebés de Billy.
The Crystal Beer Parlor.
 Cuando acabamos, paseamos por el centro de la ciudad. No tengo palabras para describir todo, es simplemente precioso. No podía parar de recordar a la abuela describiendo Nueva Orleáns, aunque nunca haya estado. También fuimos al Forsyth Park, el Central Park de Savannah. No es muy grande, pero tiene unos cuando monumentos importantes y la gente suele casarse allí- nosotros llevamos a ver una boda-.

Las fotos de las casas os las dejo en tamaño extra grande porque en otro tamaño sería pecado.





Eso sí, que el espíritu navideño no falte.
 Al poco rato, condujimos al que se acabó convirtiendo en mi lugar favorito del mundo: Bonaventure Cemetery. Si es que la ironía de llamar a un cementerio 'buena suerte' tenía que significar algo. Puede sonar algo raro que me enamorase de un camposanto, pero es que no son los típicos españoles, con nichos en los muros y un montón de tumbas apiñadas. Son como parques, con un montón de monumentos y mausoleos, por los que se puede pasear- en este caso, horas y horas sin conseguir recorrerlo todo-. 


Monumento a Johnny Mercer, cantante y compositor.



Lee and uncle Frank.


  Tras perdernos al tratar de encontrar el hotel- cosa que me hizo volverme a acordar de Boiro, pero esta vez de Sabela y Celia y su "fique na primeira lo-que-sea"-, dejamos todas las maletas y volvimos al centro de la ciudad.



 Ya había oscurecido, y nos dedicamos a pasear por River Street. Después de haberla visto no podía estar más convencida de que Savannah es un pedacito de Europa incrustada en Yankilandia. La calle en sí, no tiene nada más que unas cuantas tiendas de recuerdos y muchos restaurantes exageradamente caros. También había una tienda de chucherías donde encontré las famosas grageas de todos los sabores, y cuando comprobé que la de jabón sabía a jabón, se me sacaron las ganas de probar la de vómito, no fuera a ser que me pasara como a Dumbledore y les cogiera asco de por vida.


 Yo llevaba todo el día emocionada porque a las nueve teníamos reservada una ruta en caballo en la que te enseñaban la ciudad a la vez que te iban contando todas las historias paranormales y asesinatos que fueron sucedieron a lo largo de los años, pero resultó ser que no era "horse", si no "hearse", que viene siendo un coche fúnebre. Pero bueno, el ghost tour valió la pena. 




Por cierto, ¿sabíais que la famosa escena del banco de Forest Gump fue rodada en Chippewa Square, Savannah?

 El domingo fuimos a desayunar al típico antro de carretera con un camarero guapísimo, y luego a la calle de las tiendas, que muchas tiendas no tenía. Recogimos a Frank y nos pusimos rumbo a Tybee Island, que queda súper cerca de Carolina del Sur. De camino paramos en Fort Pulaski, un fuerte de la guerra civil americana.



 Ese día comimos en un sitio de marisco, ¡y a las 3!, lo que hizo que fuera una comida súper gallega. El restaurante estaba muy currado, hasta tenían una piscina con bebés aligator. Pero, sin duda alguna, mi parte favorita fue poder volver a comer algo que viniese del mar y no fuese atún enlatado. 


David y yo haciéndonos amigos de semejante bicharraco.



 
Cuando acabamos, fuimos a un faro, pero llegamos dos minutos tarde, y repito, dos minutos, y no pudimos subir. 
 La cosa no fue tan mala, más que nada porque llegamos a la playa antes de lo previsto. Y, a pesar de que no nadásemos, yo me sentía más contenta que la mañana de Navidad. 
 No os podéis imaginar lo duro que es pasar de ver el mar a diario, incluso desde el instituto, a estar alejada de él cinco meses. 
 Además, era un paisaje de película, con el típico muelle de madera y las calles de souvenirs y los grandes apartamentos para veraneantes a su alrededor. 












 Fuimos a tomar el poste, porque aunque hubiéramos almorzado a las 3 de la tarde y ya fueran las 8 se seguía considerando el postre, a un Chocolate Bar, donde acabamos todos a punto de reventar pero no dejamos nada en el plato.


 El lunes fue nuestro último día, y como la depresión se cura con dulce, para desayunar fuimos a Krispy Kreme a comprar una docena de donuts para cinco personas. 
 Por lo que me explicaron, los americanos se dividen en dos: Team KK y Team Dunkin Donuts. Y si que saben hacer negocio, si hasta te venden el agujero por separado. 

Desde el restaurante puedes ver como los fabrican.


 Algo muy importante que he aprendido desde que llegué es a comer en el coche, cosa que en España era impensable ya fuera porque alguien se marea por el olor o porque lo pondríamos todo hecho un San Cristín. 
 Me pasé la hora y pico que lleva llegar a Jekyll Island durmiendo, y estaba tan metida en mi sueño que cuando Angie intentó despertarme le di un golpe un poco brusco- pero sin lastimar, eh- y le grité a Tiffany, tras tirarme del pelo y eructarme en la oreja: "Mamá, dile a Sabela que pare. Que niña más pesada, Diossssssssss". Sí, se quedaron todos flipando porque nunca me habían escuchado hablar en español tanto, y yo hasta que me despejé de todo no me di cuenta de que estaba a unas cuantas millas de Florida y no llegando a Área Central. 
 Una cosa que me parece bastante """""""""""""bonita""""""""""""" es que la isla es un parque natural protegido por el estado o algo así, pero eso no impide que haya un montón de hoteles, apartamentos marítimos y centros de conferencias. ¡Qué buena forma de cuidar el medio ambiente!
 Como hacía casi 30º,  Lee se compró una camiseta en una tienda de regalos, y cuando estaba ya más fresca que una flor en primavera, nos fuimos a caminar por una playa. Quién me conozca sabrá que no soy fan del calor, y quién no lo haga, ahora ya lo sabe. De todos modos, no importaba que me sudase el alma al respirar con tal de estar cerca del Atlántico. 










  El viaje acabó con cinco horas de coche hasta Tucker y un millón de paradas para comprar fast food o para ir al baño. Hay un vídeo muy gracioso mío, fruto del aburrimiento de Tiffany, en el que intento hablar con acento sureño sin mucho éxito. Es triste, pero en cinco meses sigo haber aprendido a decir Atlanta.

 Siento mucho la sobrecarga de fotos, pero por una vez que saco a pasear la cámara- cosa un tanto complicada teniendo en cuenta que tiene la pantalla rota-, ¡tenía que lucirlas! 
 El resto del break se presenta más parado, pero el lunes tendréis (espero), una ultima entrada contando mis primeras, y puede que únicas, Navidades en Estados Unidos. 






Un biquiño enorme, ¡y feliz año nuevo!


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